Sarajevo: guía a través de una ciudad poco convencional
Alejada de los lugares más convencionales, tal como dicta el sueño de todo viajero moderno, la más ecléctica de las antiguas ciudades yugoslavas ha renacido —literalmente— de sus cenizas, ofreciendo un prisma cultural capaz de atrapar a cualquiera.
Por Josué Pacharán
Cruzando un par de minaretes hacia el río, es imperativo comenzar el recorrido por lo más importante: llenar el estómago. Inat Kuca es una de las mesas más obstinadas de la ciudad, metáfora viviente de la supervivencia y el carácter testarudo de los sarajevenses. Según la leyenda, que data del inicio de la ocupación austrohúngara, el propietario de la casa original —cuyo espacio actualmente está tomado por la sede del gobierno— no cedió ante la presión e impuso como condición para moverse que el traslado de su residencia se hiciese ladrillo por ladrillo hasta la otra orilla. El edificio resultante es un restaurante maravillosamente decorado con motivos otomanos. Resulta emblemático sentarse en una mesa con vista al río Miljacka para observar el Ayuntamiento de Sarajevo de estilo morisco, con sus líneas horizontales alternadas en rojo y amarillo realzadas por detalles arabescos en el remate superior. Este recinto actualmente funciona como sede de conciertos y exposiciones temporales que bien valen una vuelta. Antes, el banquete de brochetas, kebabes y parrilladas es obligado. La recomendación es ordenar un plato mixto (el mesero sabrá sugerirlo) para probar un surtido de carnes, salchichas y pollo acompañados de pimientos, calabazas y papas a la plancha a la usanza bosnioherzegovina, con una generosa porción de pan plano recién horneado y la dosis correcta de mostaza. Como complemento, la calidad de la cerveza bosnia es garantía y deja poca tarea a la intuición para elegir entre la lista de marcas: la Sarajevsko es, por mucho, la mejor opción.
Podría caerse en la tentación de describir cómo esta primer estampa gastronómica sobre el puente Šehercehaja pareciera salida de las páginas de un libro de Ivo Andrić —nóbel de literatura y uno de los personajes predilectos del país, junto con el director de cine Emir Kusturica y el compositor Goran Bregović—, pero el permanente mareo multicultural de la ciudad sobrepasa esta comparación: un primer parpadeo evoca Estambul, el siguiente trae Jerusalén a la memoria, el siguiente devuelve a Yugoslavia o a un sitio nunca antes visto… y así sucesivamente. Antes de atravesar el río, la Mezquita del Emperador, con su cúpula turquesa, resulta una visita breve y agradable: en el interior, un candelabro preside sobre magníficas alfombras otomanas y ventanas de estilo turco antiguo. Una vez en la otra orilla, hay que adentrarse en el mítico barrio de Bašcaršija, con su exquisito bazar de tradiciones. Una especie de zoco o mercado sinuoso cargado de jarrones artesanales, columnas de platos de cobre e inciensos a la venta, representa la parte más vieja de la ciudad (ya en el siglo XV era sitio de convivencia armónica entre musulmanes, cristianos y judíos). Su caótico núcleo es quizás el punto más turístico de Sarajevo, la plaza de Sebilj, cuya fama no surge tanto de su célebre fuente sino de su ubicación estratégica para reunirse y de la cantidad apabullante de palomas que ahí confluyen, rodeadas igual por tejados que por alminares entre típicos talleres de orfebres y tiendas de recuerdos. La fotografía obligada incluye la compra de un clásico pan suave en forma de pretzel, que ha de dividirse en migajas para atraer la atención de cientos de aves.
El siguiente paso natural es elegir una cafetería típica para vivir una curiosa tradición nacional cuya fuerza —como gran parte de las artesanías en esta zona— evoca al gran imperio otomano. Ante este ritual, el espíritu hospitalario de los locales podría emerger con mayor facilidad para preguntar a los visitantes de dónde vienen y por qué están aquí. A la mesa llegará un utensilio de cobre de mango largo —para no quemarse— con una infusión hirviendo, un cuenco para verterla, una azucarera llena de terrones y un vaso con agua. Según el ritual clásico, los expertos mezclan en el cuenco una mayoría de café con un poco de agua y remojan rápidamente un terrón que muerden antes del primer sorbo. Si la oportunidad se presenta, el éxito de la conversación está asegurado si se siguen dos reglas fundamentales: no hablar sobre la guerra ni equiparar el café bosnio con el turco. De esta actitud respetuosa emanarán espontáneamente destellos de humor negro (muy característico y acentuado en años recientes por razones evidentes), explicaciones sobre cómo en Bosnia se hierve el café de manera distinta al resto del mundo y experiencias personales o colectivas de orgullo ante los años de tragedia. Un episodio frecuentemente citado es el de los sarajevenses que arriesgaron sus vidas por salvar miles de hermosos libros históricos de la Biblioteca Nacional entre las llamas y las balas, ufanándose de ser siempre un pueblo amante de la cultura y de su propio pasado.
Para un reconfortante descanso de la arquitectura otomana, visita la laberíntica Iglesia de los Santos Arcángeles Miguel y Gabriel, donde la fe ortodoxa nos devuelve otro reflejo clásico de Sarajevo: el alfabeto cirílico, cuya influencia moribunda es aún notable a pesar del natural avance moderno del abecedario latino. El majestuoso retablo central, dorado y cargado de santos al estilo medieval, es el momento más deslumbrante de la visita. Después, el complejo conocido como el Antiguo Museo de la Iglesia Ortodoxa alberga una de las colecciones de objetos más grandes del mundo de este origen: un opulento extravío entre ricos bordados, cuadros y elaborado arte en madera.
Cada paso en Sarajevo implica un nuevo aroma gastronómico. Visitarlo sin probar el ícono de su cocina nacional, replicado y reverenciado en el resto de la península balcánica, resultaría una herejía. El ćevapi es una asombrosa revelación por su simplicidad: pequeños y gruesos cilindros hechos de carne molida de cordero y de res cocinados a la parrilla, servidos sobre pan plano y aderezados solamente con cebolla picada y queso crema ligero al gusto. Su sabor contundente y la familiaridad de los establecimientos que los expenden (destaca el célebre Zeljo en Kundurdžiluk, con mesas compartidas) explica la locura de locales y visitantes. Es cuestión de tiempo para que la globalización lo lleve a ser un digno rival de emblemas de la comida callejera como el taco y el kebab. Mención especial merece la burek, con sus variantes de quesos, espinacas, carne o papas envueltas en pasta filo y horneadas. El gran derroche llega con el postre: el trdelník, un rollo de masa de pan cocinado en espiral y revolcado en azúcar, vainilla, canela, cacahuates y almendras. Por algunos marcos más, la modernidad ha agregado todavía un elemento extra a esta elaborada delicia: crema de cacao con avellanas.
A sólo unos pasos de la panadería Trdelnik se encuentra el monumento islámico más bello y representativo de Bosnia y Herzegovina, la mezquita Gazi Husrev-Beg, que atrapa la mirada desde su fachada: una fuente de mármol color hueso de la que penden delgados hilos de agua, resguardada a los lados por una cerca de minuciosa herrería otomana con puntas que finalizan en medias lunas (y desde arriba, por un refinado quiosco de madera con inscripciones labradas). Detrás, ante cinco portales en forma de U invertida, la entrada principal está adornada por ribetes musulmanas en azul con blanco y círculos negros con inscripciones caligráficas doradas. Al entrar, el oratorio principal no es menos impresionante: dibuja desde dentro la cúpula que, con su color verde y el minarete, resulta una de las imágenes más representativas de Sarajevo.
Side trip: Mostar, la joya patrimonial
Cada mañana a las 7:01, el tren con destino final en Čapljina abandona la estación de Sarajevo para perderse hacia el sur del país entre el glorioso paisaje mediterráneo de altas montañas y fascinantes mantos acuáticos parando en Mostar, capital de Herzegovina, a las 9:02. Esta pequeña ciudad ostenta un nombramiento de la Unesco como Patrimonio de la Humanidad que la corona sobre otras perlas herzegovinas como Blagaj, Pocitelj o incluso Međugorje —polo católico del país a partir de supuestos milagros registrados en la imagen de una virgen local—. Basta con el primer vistazo al río Neretva, de un color verde esmeralda que corta la respiración, para comprender su posición como la joya del país. La tradición nacional de construir hermosos puentes alrededor de los cuales se hace la vida —en este caso empedrados como su encantador barrio central colmado de tiendas de recuerdos, viejas construcciones otomanas, iglesias y callejuelas— genera la clásica postal mostarí que causa furor en la región. Importante señalar que la proximidad con Croacia y sus visitantes la acerca al ruido del mundo y la priva de la calma que goza Sarajevo haciéndola mucho más turística, pero no menos bella. Lo que sí es que para regalarse la mejor vista de Mostar, hay que subir a la cima del minarete de la mezquita Koski Mehmed Pacha, no sin antes disfrutar de su agradable decoración con vitrales de colores.